Monday, February 06, 2006

  • Capítulo 9

    Las clases están que terminan y siento que ya no doy más. Es como si mi cuerpo hubiera dosificado sus fuerzas para hacerlas durar justo un año. El calor está comenzando a volver y las poleritas cortitas de las mujeres están volviendo a decorar las calles de nuestra ciudad. Eso es bueno, es rico. El otro día volví a ver, después de largas semanas, a la chica, la Martina. Cómo vive cerca de mi casa, es normal topármela de vez en cuando. Ella era una de las que adornaban las calles con su polera-corta-apretada/sexi.

    A la Martina la considero una amiga. De esas que uno no ve siempre, pero que igual le tiene un cariño especial. De amigo-amiga. Esa tarde, yo andaba comprando en el Unimarc de Portugal cerca de la Alameda cuando me la encontré:

    - ¡Chiquitita! ¡tanto tiempo! ¿cómo estai? –le pregunté, mientras pesaba diez marraquetas.
    - ¡Bien, súper bien! ¿y tú, Benja?
    - Tranquilito. Comprando pan para tomar onces...
    - Té, querrás decir...
    - ¡Chuta! Se me olvidaba que erai media cuica...
    - ¿Por qué no vienes a tomar “onces” –ironizó- a mi casa? Estoy sola y podríamos conversar un rato.
    - Bueno. Yo llevo el pan...
    - Yo llevó el “Schanscho” –me siguió molestando.

    Eran cómo las siete de la tarde cuando entramos al departamento en donde vive la Martina. Estaba sola, su hermana andaba en un retiro espiritual, en el medio oriente, parece. La cuestión es que la chica era dueña de casa por lo menos durante un mes más.

    Nos sentamos, tomamos el Té, conversamos y que sé yo... algo pasó. Esa cuestión medio inevitable que tienen los encuentros hombre-mujer cuando la soledad es la única compañía. Para mí es raro, debo admitir que siempre, pero siempre-siempre, he tenido alguna aventurilla medio fogosa con mis amigas más cercanas. Esa cuestión siempre me pasa. A veces encuentro que es algo necesario. Da un poco más de confianza. No queda ninguna tranca sexual, ni de las otras, a la deriva, todas se apagan en una realidad pasada.

    La cosa es que terminadas de las onces, y empezando a ver una teleserie, que es el placer culpable de la chica, nos abrazamos y nos empezamos a acercar demasiado. Mutuamente. Nos besamos casi sin mirarnos y nos dejamos llevar. Creo que no volví a pensar con la cabeza fría hasta después de haber terminado, literalmente, aquél candente acto. Todo fue sin protección alguna, pero no nos preocupamos porque, según me confesó previamente la Martina, ella tomaba Ciclomex no sé cuánto, todos los días a las nueve de la noche en punto, por un problema en un ovario, y eso evitaría cualquier mal “embarazoso”. Creo que se entiende. Aunque debo ser sincero: aunque no hubiera habido método anticonceptivo alguno, hubiéramos hecho lo que hicimos sí o sí, el momento estuvo para eso, estuvo increíble, sí, demasiado bueno.

    Cuando me fui (o sea, “irme” de “irme para la casa”, a eso me refiero) se mantenía, a diferencia de mis otras aventuras-amistosas, una buena onda increíble y se entendía que no era más que un momento rico-fogoso de amigos. Una cuestión media liberal que a veces me asusta. Porque claro, es típico que uno de los dos quede pegado con lo que pasó, o que se pidan esas típicas explicaciones, ese típico ¿por qué pasó eso? que en realidad encuentro que no son más que boludeces con respuestas obvias. Aunque las respuestas obvias (¡fue un culión no más!, ¡estábamos calientes!) se disfrazan de: “lo pensé un poco mejor y somos demasiado buenos amigos como para romper esta relación tan duradera, no confundamos los sentimientos” o cosas por el estilo.

    Con la Chica no hubo ninguno de esos rollos. Tan amigos como siempre, incluso más amigos después de. Nos seguimos viendo y el atraque siguió ocurriendo hasta que la hermana de la chica, la Vere, llegó media tostada y cargada con regalos esotéricos para todos, un mes después.

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